
Unas letras de neón por allí nunca visto, traído de Alemania, anunciaban a intervalos cortos el nombre del espectáculo, y en los laterales y cuerpos inferiores de la fachada paneles más pequeños describían detalles de ese "Gran Museo Internacional del Miedo" que se visitaba en vagoneta, al modo de las vieja atracción de los trenes fantasma. Todo, y no sólo las vagonetas aparcadas delante de la boca de entrada, era lujoso y nuevo.
Sonada la hora de la apertura - pues ya la procesión de la Virgen había llegado a la catedral y los fuegos artificiales daban paso a la verbena - la mujer dejo un momento el taburete de la taquilla para levantar el cordón de terciopelo que impedía el acceso a los cochecitos. Apreturas, gritos, pisotones. Y en medio de la confusión de distinguir a los auténticos primeros de la cola, se acerco al barracón una comitiva nupcial, que a pie desde la Seo, donde había tenido lugar la boda, llegaba a la feria para sellar con una salida lúdica la promesa trascendental. Por graciosa cesión de los que se disputabn la primacía, los recien casados ocuparon la vagoneta de cabeza, aunque pagando como los demás.
Caídas las cortinas tras el paso del vagón, la oscuridad del túnel y una inesperada humedad hicieron que la novia se apretase aún más de lo explicable al pecho de su marido. Inmediatamente después, el primer alarido.
La alcoba que se encendió al paso del carricoche, en los primeros metros de recorrido, mostraba con realismo su arte macabro: un gran piano de cola blanco cuyas teclas se hundían en obediencia a pulsaciones invisibles emitiendo música de misterio. En el centro del teclado unas ajadas pero elegantes manos femeninas, parecían responsabilizarse, pese a su inmovilidad, de la música.
A continuación la vagoneta aminoraba la velocidad para que se pudiese ver, en fugaces parpadeos de bombillas camufladas, una galería de desnudos grecorromanos con las amputaciones que suelen darse en las estatuas verídicas: una Venus sin brazos, un Doríforo cojo de la pierna derecha, un Sileno de carnes fláccidas con esquirlas en la cabeza y, en el centro, vigilando los pedestales, una loba capitolina de carne y hueso que imponía, a pesar de la mampara.
Seguían entrando carricoches, y el griterío del carrusel subia de tono, aumentado por los aplausos de los entusiastas. Pero los novios, que pasaban por delante de todo antes, quedaron turbados con la última figura de esa escena clásica, pues no parecia ni de cera ni mecánico el Laooconte sin hijos que estaba siendo devorado en ese mismo momento por dos serpientes vivas. La cabeza ya había sido engullida por uno de los reptiles - el otro prefería las extremidades -, y solo la barba de rizos del ancianos sobresalía entre los colmillos sanguinolentos.
A la desposada le cayeron entonces en el velo de tul ilusión unas gotas que tenían que ser, le dijo él, de la pintura fresca del barracón recién acabado, pero que en color y densidad se asemejaban a la sangre.
La siguiente vitrina era estrictamente material: un gran tórculo de piedra prensaba miembros sueltos de maniquíes humanos perfectamente simulados en plástico, que en forma de espeso mazacote pasaban a una licuadora de aspas gigantes, las cuales lanzaban el líquido resultante a un gran lienzo blanco situado al fondo de la vitrina. Pinturas infernales, fantasmagorías de vivo color, perfiles caprichosos, quedaban un instante fijados en la pared, hasta que la siguiente andanada líquida los desfiguraba, creando encima cuadros aún más enrevesados.
A estas alturas hubo un intento por parte de la novia a levantarse del carricoche para salir como fuese del túnel, pero el novio la sujetó por la mano clavándole con mezcla de amor intenso y saña la alianza reciente. Así pasaron delante de unos cubículos más pequeños donde largos pinceles automáticos que parecían estar allí para ejecutar su obra sobre unos cuerpos blanquísimos de mujer resultaban en realidad acabar en punzones que desgarraban la carne dudosa de esos caballetes especiales.
Y la pareja, que tenía poca cultura, no pudo captar el significado del siguiente conjunto, consistentes en personificaciones con movimiento de cuadros célebres de la historia. Entre reyes y ángeles, musas, mártires, grandes damas y heroínas del Sitio, destacaba, en cada pequeño escenario, el acompañamiento animal: un ciervo, un gato persa, una camada de perros falderos, el águila imperial, una suerte de centauro con su bacante desvanecida en el espinazo, impacientes los bichos por el calor de la vitrina e irrespetuosos con el orden de acabado de las escenas. Sólo el áspid se demoraba en chupar tradicionalmente el pecho femenino ampuloso y muy sumido de la que hacía de reina.
Faltaba lo peor. Un olor de carne o pelo o lana chamuscada dominaba el túnel a partir de un recodo donde la luz tenue del exterior (con las prisas de las inauguración, los tablones no estaban bien ensamblados) dejaba ver en el suelo, fuera del circuito previsto por los constructores, jirones de ropa y peroles humeantes y un cuchillo de sierra manchado en los dientes. Pasado el recodo volvía la ilusíon teatral.
Suspendida en el vacío del nuevo escenario, la hermosa cabeza de un hombre de edad mediana, sin cuello, sin tronco, emitía con voz estridente, desafinada, arias de ópera italiana que taladraban los oídos. Pero al acercarse más el vehículo con la pared, se podia observar que la cabeza cantante se despojaba automáticamente de una máscara, revelando el cutis de un rostro horriblemente quemado y cubierto de costuras.
Se produjeron entonces los primeros desmayos en vagonetas, la protesta de los terceros en el orden del recorrido. Pero el sistema electrónico de la conducción a distancia no prevía altos. Por eso tuvo la pareja de novios que ver lo que venía a continuación, que era un homenaje al artista Van Gogh (hasta ahí sí llegaban en su cultura elemental).
Detas de los cristales un brazo articulado se alzaba una y otra vez con una navaja barbera en la punta y rozaba sin llegar a cortar la silueta de una cabeza. Pero después, es decir, fuera del escaparate, en la propia pared del túnel juanto a la que pasaban los viajeros, había diez orejas frescas, chorreantes, de distinta carne y edad, colgadas de garfios como los dortes de las carnicerías.
La velocidad aumentaba. ¿No se puede parar esto? Mi dinero. Que me devuelvan el dinero. Quién estará detrás de esta barbaridad. Y es que todo tiene un límite. Las voces de ira quedaban ahogadas por la compleja maquinaria que ahora impulsaba los bólidos hacia arriba.
Porque el carrusel se hacía montaña rusa al final. El coche de los novios, siempre precursor, empezó a subir, a subir, mientras ellos se daban el beso del último adiós.
Desde la cima, el resplandor del claro día de la ciudad, que se filtraba por las hilachas de la cortina de salida, les hizo conscientes de la altura de la pendiente. Empezaron da descender rápidamente. Pero no tanto como para dejar de percibir en la última alcoba el logro más artístico del Barracón: "El lago de los cisnes" o algo preparado con esa intención, pues sobre una balsa de líquido rojo nadaban mansamente, con la fatua altivez de esos animales, unos cisnes blancos. La música era la propia de ese ballet.
No vieron más. Ni ellos no los siguientes. Era imposible. La velocidad de la bajada era vertiginosa, y el frenazo final demasiado brusco. Algunos llegaron ya a ese punto sin sentido. Otros, con el pelo arrancado y las roaps deshechas. Y eso que antes de salir al exterior aún les esperaba la última experiencia: un espantajo con cara de niño y faldones de mujer sobrevolaba el techo del último tramo y despedía a los visitantes salpicándoles con un hisopo de sangre o, bueno, de lo que nuevamente debían de ser gotas de pintura roja espesa y caliente...